Imagina por un momento que esta tarde, mientras tomas algo con tu mejor amigo, descubres que todas las cosas que hace, dice y piensan está controladas por un grupo de científicos a través de un pequeño dispositivo electrónico implantado en la base del cráneo. Durante todos estos años, cada vez que hablábamos con él, estamos hablando en realidad con un comité de investigadores que decidían cómo actuar.
Y el caso es que él no es consciente de ello. La manipulación es tan sutil que, utilizando pequeñas descargas eléctricas, las decisiones son experimentadas como propias por nuestro amigo. Es decir, no es su culpa, él no ha hecho nada malo. Y sin embargo, ese el problema: que él no ha hecho nada. ¿Podríamos seguir viéndolo igual? ¿Podría seguir siendo nuestro mejor amigo? ¿En serio? Ese es el nudo central del problema del libre albedrío. Aquí tenéis una guía de viaje científico-filosófica sobre el asunto.
El mito de la libertad en un mundo como el contemporáneo
Con ese pequeño experimento mental, John Fischer nos explicaba de forma estrambótica pero muy intuitiva el papel esencial que la idea de “libre albedrío” juega en nuestras vidas. Una idea que estos días, ha vuelto al debate público de la manos de uno de los ensayistas más importantes del momento, el historiador israelí Yuval Noah Harari.
Cerebros “hackeados”
En una tribuna en el diario El País, Harari defendía al menos dos ideas muy polémicas sobre este asunto: que el libre albedrío es un mito y que, de hecho, es un mito peligroso porque invisibiliza las formas en las que los poderes fácticos nos manipulan. Harari concluía el artículo pidiendo «un nuevo proyecto político más acorde con las realidades científicas y las capacidades tecnológicas del siglo XXI» para «defender la democracia liberal»; es decir un ‘liberalismo sin libertad’.
No es una idea nueva. En ‘Homo Deus‘, Harari decía que «nos permitimos creer algo en el laboratorio y otra cosa totalmente diferente en el tribunal o el Parlamento. […] Richard Dawkins, Steven Pinker y los otros […], después de dedicar cientos de páginas eruditas a deconstruir el yo y el libre albedrío, efectúan impresionantes volteretas intelectuales que milagrosamente los hacen caer de nuevo en el siglo XVIII». Es decir, en el liberalismo, el humanismo y el “espíritu de la ilustración”.
Más allá de los problemas, los agujeros y las flaquezas teóricas del texto de Harari, tengo la sensación de que la tesis central de Harari (la idea de que «el libre albedrío no es una realidad científica» sino «un mito que el liberalismo heredó de la teología cristiana») goza de bastante popularidad entre aficionados a la ciencia y la tecnología. Demasiada, podríamos decir, para ser una opinión tan minoritaria entre los especialistas. Así que nos hemos preguntado ¿es la idea de libre albedrío un mito heredado o se trata de algo realmente importante?
¿Qué entendemos, hoy por hoy, por libre albedrío?
Lo primero que llama la atención cuando nos acercamos a los debates contemporáneos sobre el libre albedrío y la responsabilidad moral es que, al contrario de lo que parece sugerir Harari, tienen muy poco que ver con los debates que sobre el tema tenían los teólogos cristianos. El libre albedrío, en su sentido científico y filosófico actual, es sencillamente la ‘capacidad’ para tomar decisiones y llevarlas a cabo con un cierto grado de control.
Se trata de una capacidad psicológica superior y no tanto por la valoración que hagamos de ella, sino por el gran número de competencias que requiere (lenguaje, racionalidad, conciencia de uno mismo, de la situación exterior y un largo etcétera). Eso quiere decir que igual que otras capacidades como hablar, jugar o trabajar, el libre albedrío no es algo que esté ahí de forma innata desde la concepción del individuo: es algo que requiere de un proceso social de aprendizaje y socialización.
No hay nada sobrenatural o misterioso** en todo esto, pero sí complejo. Una complejidad que hace que, para muchos psicólogos, filósofos y neurocientíficos, el libre albedrío sea una capacidad específicamente humana. Aunque esto es algo que cada vez está menos claro. Todo el debate moderno está en eso, en “qué grado de control” realmente tenemos sobre nuestras decisiones.
¿Dónde está el problema
Como reconoce el propio Harari, el “problema del libre albedrío” no tiene nada de nuevo. Al contrario. Es lo que aparece en cuanto reflexionamos sobre esa “sensación de control” que tenemos cuando elegimos entre varias opciones. Algunas veces, se tratan solo de pequeñas elecciones (qué serie ver, qué comer en la cena o qué ropa ponerse); otras veces, son elecciones mucho más cruciales (dejar el trabajo, tener hijos o decidir qué vamos a estudiar). Pero todas ellas tienen algo en común.
Son decisiones que experimentamos como situaciones abiertas e indeterminadas, como algo que (más allá de los compromisos sociales y las presiones del entorno) depende exclusivamente de nosotros. O sea, como algo que es nuestro, algo que podemos “controlar”.
Y es curioso, porque, por muy intensa que sea esa sensación de control, libertad y autonomía, hace aguas en seguida. Basta con caer en la cuenta de que, ante una elección cualquiera, podemos escoger la opción más interesante, beneficiosa o atractiva, sí; pero, en realidad, no tenemos ninguna capacidad de decisión sobre cómo de interesantes, beneficiosas o atractivas son las opciones. Es decir, elegimos sobre motivos, deseos y creencias que ya existen. ¿De verdad podemos decir que somos libres?
Al fin y al cabo, el hecho de que la mayoría de seres humanos creamos que somos autónomos no quiere decir que esa autonomía sea real. Ese es el problema. Es algo que forma parte de nuestra visión del ser humano y la sociedad, pero es algo sobre lo que tenemos dudas legítimas. Sobre todo en las últimas décadas cuando la ciencia con su física determinista, sus genes egoístas y sus condicionamientos no ha hecho sino echar más combustible a esas dudas que ya teníamos.
El problema es, en definitiva, que si renunciamos al libre albedrío, si renunciamos a la libertad y la autonomía corremos el riesgo de renunciar por el camino a la dignidad humana y a los pilares básicos del mundo en que vivimos. No obstante, lejos de lo que sugiere Harari (e incluso lo que dicta el sentido común), lo cierto es que si estudiamos el conflicto entre ciencia y libertad la cosa no está tan claro si tenemos que empezar a guardar los grandes valores de la Ilustración en cajas de cartón.
Los intentos científicos de tumbar el libre albedrío
Hay una cosa en la que Harari tiene toda la razón: no podemos aceptar las cosas solo porque nos parezcan útiles. Lo lógico y lo razonable es que nuestras teorías sobre la justicia, la libertad y la dignidad sean consistentes con nuestro conocimiento del mundo. Así que la pregunta relevante es si el libre albedrío es incompatible con nuestra visión actual del mundo y su naturalismo científico.
Ante esa pregunta, hay tres posiciones principales (la cuarta es muy minoritaria): por un lado tenemos el determinismo fuerte (que defiende que la libertad no existe, que solo hay un curso de acción posible y que todo lo demás es relleno narrativo) y el libertarismo o libertarianismo (que sostiene que el libre albedrío existe, que el futuro no está escrito y que para cada decisión existen varias opciones posibles). Son dos posiciones que solo están de acuerdo en una cosa: libertad y determinismo no son compatibles.
La tercera posición, el compatibilismo, no está de acuerdo con las otras dos y cree, como su propio nombre indica, que ambas nociones son compatibles. Para los compatibilistas, el libre albedrío es, precisamente, actuar conforme a nuestros motivos, deseos y creencias. Mientras los primeros nos ven como espectadores y los segundos como árbitros (o demiurgos) del partido de nuestra vida, los últimos creen que somos jugadores que, en fin, hacemos lo que podemos con lo que hay en el terreno de juego.
Para resolver la cuestión, especialistas de diversas áreas llevan años enzarzados en un intenso debate. Eso ha llevado a los filósofos han ido incorporando datos experimentales a su trabajo y psicólogos y neurocientíficos han ido refinando conceptualmente sus diseños de investigación. Como resultado, han existido muchos intentos de tumbar el libre albedrío y, sin embargo, ninguna de las propuestas destinadas a sustituirlo ha resultado ser concluyente.
Las constricciones de la decisión humana
En los años 70, Nisbett y Wilson realizaron un experimento clásico en el que preguntaron a un grupo de clientes de unos grandes almacenes por la calidad de cuatro tipos idénticos de medias de nylon. Los resultados fueron curiosos: aunque nunca estuvo muy claro por qué, la inmensa mayoría de los encuestados (en proporciones 4:1) seleccionó las medias que estaban más a la derecha. Pero cuando se les preguntaba las razones de esa selección nadie parecía darse cuenta de ese hecho.
Es más, si se les sugería como motivo, la mayoría lo negaba categóricamente “normalmente con una mirada de extrañeza al entrevistador, como sugiriendo que les daba la impresión de haber malentendido la pregunta o tal vez de hallarse ante alguien que no estaba en su sano juicio”. El trabajo de Nisbett y Wilson fue uno de los primeros trabajos del estudio moderno del juicio humano y la toma de decisiones.
Este área de investigación ha resultado muy productiva en campos tan aparentemente distantes como la economía, la psicología clínica y social, las ciencias de la salud, la ergonomía, las ciencias del deporte o la política. En definitiva, han construido modelos para entender la toma de decisiones y cómo se forman los factores (cognitivos, situacionales, contextuales, emocionales, genéticos, culturales, etc…) que las condicionan.
Este tipo de investigaciones sobre cómo y por qué se forman los motivos, los deseos y las creencias que condicionan nuestras decisiones puede parecer que compromete el libre albedrío, pero solo afecta a las posiciones más libertaristas. Harry Frankfurt, sin ir más lejos, considera que tener esa “conciencia reflexiva” sobre nuestra “vida interior” es una condición para poder elegir y no un impedimento. Al fin y al cabo, no solemos adjudicar libre albedrío a los animales y es razonable pensar que ellos tienen también motivos, deseos y creencias (a la escala que sea).
El laberinto del contexto
Además, los experimentos como el de Nisbett y Wilson tienen otra explicación: la gente está entrenada en dar razones que parezcan socialmente plausibles aunque no sean ciertas; razones que suenen bien. Sin embargo, como suelen recordarnos los analistas de la conducta esas razones no son la causa de la conducta. Son, por decirlo de alguna manera, conductas paralelas que no tienen por qué guardar ningún tipo de conducta causal.
Burrhus Skinner ha sido uno de los pocos científicos de primer nivel que se ha tomado en serio las consecuencias del determinismo fuerte en la vida social y política actual. Libros como “Más allá de la libertad y la dignidad” reflexionan sobre esas opciones y, durante los últimos años, la investigación conductual de las prácticas culturales está generando instrumentos analíticos que les permiten ir más allá del comportamiento individual.
A nivel personal, siempre he estado cerca de esta posición, pero he de reconocer que los flecos sueltos son innumerables. La teoría social skinneriana (y su filosofía sobre el tema) es más propia de un aficionado que trata de explorar los límites de su pensamiento que de un teórico riguroso dando respuesta a todos los problemas empíricos y normativos del problema. Más aún, hay formas de compatibilismo que encajan perfectamente con la visión skinneriana del libre albedrío (aunque él mismo no fuera consciente del todo).
El libre albedrío como epifenómeno
Pero hay un argumento aún más fuerte en favor del determinismo. Desde los años 60, se sabía que existía una cosa llamada potenciales preparatorios de acción motora. Es decir, si pedíamos a alguien que moviera la mano mientras medíamos la actividad de las neuronas podríamos ver que la actividad de las neuronas motoras empezaba antes que el movimiento en sí. Unos 550 milisegundos antes, de hecho. 20 años después, Benjamin Libet tuvo una idea.
Se le ocurrió que si existía el libre albedrío era lógico pensar que la decisión voluntaria de mover la mano tenía que coincidir con el inicio de esa actividad neuronal. Pero tras estudiarlo con detalle, se dio cuenta de que no: la decisión consciente tenía lugar solo 200 milisegundos antes del movimiento. Es decir, cuando tomaban la decisión de mover la mano, el movimiento llevaba ya en marcha 350 milisegundos. Wegner discutió las consecuencias de estos y otros muchos experimentos sobre nuestra idea del libre albedrío.
Desde su punto de vista, estos resultados convertían la voluntad en un simple epifenómeno: es decir, en algo que ocurría a la vez que el resto de las acciones, pero que no tenía relación causal con ellas. Aquí la cosa cambia: se trata de un ataque frontal de todas las teorías que no rechacen el libre albedrío.
Sin embargo, y desgraciadamente, las ideas de Libet y Wegner también tienen problemas. Por muy interesantes que sean sus experimentos (que lo son), no es razonable pensar que el movimiento de una mano fuera a estar provocado (de la nada) por un deseo consciente. Ese movimiento, en realidad, se inscribe dentro de procesos conscientes mucho más amplios como, por ejemplo, el intento de seguir las instrucciones del experimentador (algo que habría preparado la respuesta previamente). Es un argumento muy similar al de Bautista Fuentes contra la existencia del condicionamiento clásico en psicología.
Pese a que como ya he confesado tengo tendencia al determinismo fuerte, lo cierto es que no dejo de reconocer que, como la mayoría de filósofos (el 59.1% según la encuesta de PhilPapers), no parece que el determinismo científico destruya ninguna característica socialmente relevante de la creencia en el libre albedrío.
Efectivamente, la evidencia científica sí presenta serias objeciones a las posiciones más libertaristas. Unas posiciones que viven cada vez en una situación más precaria. Pero la conclusión de examinar con detalle la colaboración entre filósofos, neurocientíficos e ingenieros es, paradójicamente, que lo que creemos en el laboratorio y lo que creemos en el parlamento son cosas bastante compatibles.
Bajo mi punto de vista, Harari lleva razón en que debemos protegernos de las influencias espurias, pero eso es algo que tiene poco que ver con la creencia en el libre albedrío. Tiene que ver con la política, con la falta de escrúpulos y con las maravillas y los horrores de la vida social. También lleva razón en que ciencia y filosofía deben trabajar muy estrechamente. En lo único que se equivoca es en pensar que no lo están haciendo ahora mismo.
Imagen: Ryoji Iwata/Unsplash
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La noticia La ciencia lleva siglos luchando contra el libre albedrío: cómo uno de los grandes problemas filosóficos se resiste a morir fue publicada originalmente en Xataka por Javier Jiménez .